Duendecillos, duendecillos en Majes

¡Aún lo recuerdo! Como si hubiese sido ayer. Aún resuena en mi memoria la imagen de aquellos tres duendecillos burlones, seres efímeros y traviesos que, en la penumbra de una madrugada de abril, se desvanecieron entre la bruma de mis sueños infantiles.

Era una de esas noches frías y taciturnas la irrigación Majes, pedregal en las que la luna se oculta tímida y las estrellas se apartan, dejando al «colono» a merced de la oscuridad.

Eran cerca de las dos de la madrugada cuando un inusual concierto de relinchos y baleos irrumpió en la calma. El estrépito despertó a mis padres casi simultáneamente a mí, pues dormíamos en la misma habitación. Con el corazón desbocado, me levanté de mi cama —¡Mamá, mamá, qué sucede? —pregunté con voz somnolienta.

—Las vacas se han salido del establo —replicó ella con una mezcla de alarma—. Regresa a tu cama y no salgas de ahí.

Sin darle mayor explicación, mi madre se encapuchó en su abrigo y salió. Yo, aún en pijama celeste, me sentí inútil ante la impotencia de no poder ayudarlos. Con el coraje que solo la infancia conoce, saqué mi chompa de lana, me la coloqué y me lancé a la intemperie. El crudo abrazo del frío golpeó mis mejillas, haciéndolas sentir como si estuvieran laceradas por el hielo.

Al llegar al establo, descubrí la escena: todas las vacas habían huido, dejando únicamente a dos terneritos, dormidos y atados a un palo en un rincón olvidado. Caminé despacio, con cautela, temeroso de tropezar nuevamente, cuando de repente, unas risas traviesas rompieron el silencio. Volteé instintivamente y, a pocos metros, encima del tractor vi a tres niños, casi de mi misma edad, vestidos enteramente de blanco, de orejas puntiagudas. Sus ojos, chispeantes de burla, se posaron en mí mientras reían con una alegría desconcertante, como si en ellos se encarnara el misterio de un sueño febril.

Esa noche, ante esa escena, corrí sin pausa, con el alma en vilo, hasta que el eco de mis pasos se confundió con el crujir de la silla de la cocina, testigo silente de mi fuga. No encontré reposo hasta que, tras encender una vela, llegué a mi habitación. Allí, al lado de la tenue llama, aguardé el regreso de mis padres, sumido en una inquietud que se fundía con la oscuridad.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, mis padres debatían con asombro cómo pudo haberse salido el ganado, ya que la puerta del establo no mostraba señales de haber sido forzada. Yo, portador de un secreto insondable, quise compartir mi teoría, pero el moretón en mi rodilla y el eco de aquella noche, me silenciaron.

En el retablo de mis recuerdos, esa madrugada se ha convertido en un enigma, donde la línea entre lo real y lo fantástico se desdibuja, y los duendecillos, etéreos como el tiempo, siguen danzando en la penumbra de mi memoria.