Un extraño por cinco días

Hace cinco días, al enfrentarme al espejo, fui tomado por un horror indescriptible: la imagen reflejada se tornó en un enigma, una máscara de artificial indiferencia. Ante mis ojos, la figura que me devolvía la mirada no era la de aquel que habitaba mis recuerdos, sino la de un extraño, un yo despojado de esencia, una sombra etérea que parecía haber escapado de algún sueño olvidado. Esa fría expresión, ese vacío inerte, se erigía como un presagio lúgubre de la soledad que me consumía.

Desde aquel instante, la melancolía se ha adueñado de mis días, sumiéndome en una depresión tan opresiva como interminable. Cada amanecer se revela como un duelo contra el tiempo, mientras mi cuerpo se rinde ante el peso de una tristeza ancestral, y mis sentidos se embotan en una desesperación que parece haber viajado conmigo desde otro, más oscuro, tiempo. La incertidumbre me devora: ¿cuándo cesará este tormento? Vivo con el miedo latente de volver a caer en el abismo de aquella depresión que, durante cinco largos años, se alzó como mi destino ineludible.

Intento forzar una sonrisa, pero mi semblante se ha convertido en una máscara inexpresiva, un lienzo de inercia que oculta la efímera belleza de lo humano. En el silencio de la noche, cuando el suspiro se vuelve un acto de rebelión y las lágrimas, escurridizas fugitivas, se deslizan por mi rostro, encuentro en ellas la amarga confirmación de mi tristeza. La pena duele, y su lacerante latido se ha vuelto insoportable; cada gota de llanto es un recordatorio del abismo que me separa de la vida.

He procurado, en vano, desentrañar en el laberinto del existir alguna vía de escape. Las fórmulas, los remedios, los artificios se han disipado como sombras al alba, dejando tras de sí solo el eco persistente de una existencia en suspenso. Cinco días sin el alivio del sueño, cinco días en los que todo se ha vuelto una perpetua penitencia, y en este vacío inagotable me debato, temeroso de que mi alma, como un escriba insomne, siga registrando cada instante de este destino inexorable.

Por Alex Rodríguez Guzmán