Tlön y la realidad: el triunfo del asombro sobre la verdad

Existe un mundo donde la materia es una conjetura, donde los objetos desaparecen cuando nadie los percibe y donde el pensamiento moldea lo real. Ese mundo es Tlön, la invención literaria de Jorge Luis Borges en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». Pero decir que Tlön es una invención es tal vez una inexactitud: Tlön es una posibilidad, una hipótesis que nos acecha desde los espejos y desde los sueños. No buscamos la verdad sino el asombro, y en ese acto de maravilla, lo que llamamos «realidad» se desmorona con la suavidad de un espejo que olvida reflejar.

Borges nos habla de un universo regido por un idealismo radical: en Tlön, las cosas no existen de manera independiente al sujeto que las piensa. El lenguaje, con su precisión geométrica, no admite el concepto de «sustancia», sino sólo de acciones y atributos. No hay una moneda de oro, sino un «brillar dorado»; no hay una piedra, sino un «peso resistente». Es un mundo sin historia, sin causalidad, sin verdades absolutas, sólo con percepciones efímeras. ¿Pero acaso nuestro mundo no es, en el fondo, igual de inconsistente? ¿No es la realidad un acuerdo tácito, un pacto lingüístico que define lo que es y lo que no?

En su relato, Borges nos advierte que Tlön, con su lógica imposible, comienza a invadir nuestro mundo. Su literatura, su filosofía, su manera de concebir la existencia se infiltran en la Tierra como un virus que corrompe la estructura misma de lo real. Las ficciones terminan devorando la realidad. Y aquí es donde la pregunta se vuelve inquietante: ¿acaso no vivimos ya en Tlön? En la era del hipertexto, de la inteligencia artificial y de la realidad virtual, las ficciones son más creíbles que los hechos. La verdad se ha vuelto difusa, maleable, una construcción colectiva sometida a la volatilidad del instante. La verdad importa menos que el asombro que genera.

Borges escribió sobre Tlön como si se tratara de un universo remoto y ajeno. Pero quizá, sin quererlo, escribió sobre nosotros. Quizá, al abrir sus páginas, nos encontramos con el reflejo de nuestra propia civilización, donde lo real se construye, se deconstruye y se olvida con la misma facilidad con que un objeto tlöniano desaparece cuando nadie lo piensa.

La historia de la humanidad ha oscilado entre la búsqueda de la verdad y la necesidad del asombro. En las sociedades antiguas, los mitos y relatos sagrados otorgaban sentido a la existencia, donde la verdad era menos relevante que la capacidad de asombrar y conectar a la comunidad. Con la llegada de la Ilustración, la razón y la ciencia reclamaron el trono, proclamando la verdad como el faro ineludible de la existencia. Sin embargo, en la era contemporánea, vemos un resurgir del asombro: la saturación de información y la fragmentación de verdades han llevado a las personas a buscar experiencias que despierten la maravilla y el misterio, prefiriendo la fascinación y el impacto emocional sobre una verdad estática y, a menudo, desoladora.

Esta tendencia revela que, en muchos casos, la humanidad se siente más atraída por la capacidad de la ficción para reinventar la realidad, que por la rigidez de los hechos comprobables. El asombro, con su poder transformador, invita a cuestionar, a imaginar y a reconstruir el mundo, mientras que la verdad, en su forma más cruda, puede resultar limitante y, en ocasiones, abrumadora

El mundo que habitamos, como el de Tlön, no necesita ser verdadero. Basta con que nos asombre.