Sonny Casey y el río del tiempo

Londres, esa vasta conjetura de piedra y neblina, me recibió una tarde de verano con su engañosa promesa de luz. Caminaba sin propósito, como quien obedece a un mandato olvidado, siguiendo la ribera del Támesis. Me detenía a veces para contemplar el agua, ese espejo donde el tiempo ensaya su ilusoria permanencia. Fue entonces cuando la escuché.

La escuche antes de verla, una voz emergió entre los murmullos de la ciudad, una voz sin urgencia que parecía no pertenecer a este siglo, ni a ninguno en particular. No era la estridencia de los músicos callejeros que usualmente adornan las esquinas con su eco pasajero, sino algo más hondo, más inevitable. Me acerqué con la misma fascinación con la que uno se aproxima a un libro que ya ha leído en un sueño.

Allí estaba, descalza, como si la dureza del suelo londinense le resultara ajena o innecesaria. La muchedumbre avanzaba, ciega e impasible, ignorante del prodigio que florecía a sus espaldas. Una guitarra entre las manos y un gesto sereno, ella cantaba con la certeza de quien ha entendido que la música es otra forma del destino. Sonny Casey — su nombre se leía en una pequeña pizarra al frente suyo, así supe que se llamaba— parecía ignorar la indiferencia del mundo, o quizás la aceptaba con resignación.

Nos miramos y, en ese intercambio silencioso, sentí la vaga intuición de que esa tarde no se perdería en el olvido como tantas otras. Me tomé una fotografía con ella, no para fijar el instante, sino para testimoniar ante mí mismo que aquella voz existió fuera de mi imaginación.

Cuando me alejé, el Támesis continuaba su marcha inmutable. Pensé que en sus aguas estarían ahora reflejadas, fugazmente, nuestras imágenes: la de un escritor que deambulaba por Londres y la de una cantante que parecía haber existido siempre.