Hace cinco días, al enfrentarme al espejo, fui tomado por un horror indescriptible: la imagen reflejada se tornó en un enigma, una máscara de artificial indiferencia. Ante mis ojos, la figura que me devolvía la mirada no era la de aquel que habitaba mis recuerdos, sino la de un extraño, un yo despojado de esencia, una sombra etérea que parecía haber escapado de algún sueño olvidado. Esa fría expresión, ese vacío inerte, se erigía como un presagio lúgubre de la soledad que me consumía.