Alexander Rodríguez Guzmán

Alex es un investigador especializado en el estudio del Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC), con más de 20 años de análisis científico, vivencial y clínico sobre esta condición. Su trabajo se centra en la comprensión integral del TOC, abordándolo desde una perspectiva neurocientífica, cognitivo-conductual y fenomenológica.
Hace cinco días, al enfrentarme al espejo, fui tomado por un horror indescriptible: la imagen reflejada se tornó en un enigma, una máscara de artificial indiferencia. Ante mis ojos, la figura que me devolvía la mirada no era la de aquel que habitaba mis recuerdos, sino la de un extraño, un yo despojado de esencia, una sombra etérea que parecía haber escapado de algún sueño olvidado. Esa fría expresión, ese vacío inerte, se erigía como un presagio lúgubre de la soledad que me consumía.
La obsesión compulsiva, en su forma más extrema, puede ser un reflejo de una necesidad profunda de control y significado. La acumulación de objetos, como los posavasos, se convierte en una metáfora de cómo tratamos de llenar los vacíos de incertidumbre y ansiedad. Sin embargo, al darle un propósito a lo que acumulamos, podemos transformar un comportamiento autodestructivo en una expresión de creatividad y valor personal.
En definitiva, la Internet de hoy es el Funes de mañana, o quizá el Funes de siempre, esa presencia ineludible que, al almacenar la totalidad de nuestros gestos y palabras, nos obliga a repensar la relación entre el tiempo, la memoria y la identidad. Es un espejo digital en el que se reflejan las paradojas del olvido y la permanencia, una memoria inabarcable que, como la visión borgiana, nos invita a cuestionar la naturaleza misma del ser y del recuerdo.
El obsesivo compulsivo no busca convertir una ficción en realidad, sino afirmar sus ideas obsesivas, dándoles forma a través de rituales que, paradójicamente, perpetúan el ciclo del TOC.
Tres semanas han pasado y mi ojo sigue teñido de un rojo que no es sino el reflejo de una emoción reprimida. Me pregunto si, en el silencio de mis días, he olvidado el acto ancestral de llorar; si acaso, en un mundo en el que los humanos fuimos diseñados para derramar lágrimas de vez en cuando, mis glándulas lagrimales se han atrofiado por el exceso de silencios.
No buscamos la verdad sino el asombro, y en ese acto de maravilla, lo que llamamos «realidad» se desmorona con la suavidad de un espejo que olvida reflejar.