Hay preguntas que nos rondan como sombras, preguntas cuyas respuestas parecen escapar de nuestro entendimiento. Una de esas preguntas, que sigue dando vueltas en mi mente, es si la tristeza está en nosotros desde que nacemos o si es el mundo el que nos va haciendo así. ¿Nacemos tristes, como si la melancolía fuera parte de nuestra naturaleza, o es el mundo, cada vez más cruel, el que moldea nuestras almas en esta forma abatida?
Si alguna vez la humanidad miró el amanecer desde una cueva con un corazón tranquilo, hoy ese privilegio parece desvanecerse bajo el peso de un tiempo frenético y ruidoso de una ciudad que no se calla. La modernidad gira en torno a la prisa, a los resultados inmediatos, a la productividad como un mandato que nadie cuestiona. En la vorágine de lo útil, lo eficiente y lo rentable, el ser humano pierde el derecho a su propio descanso, y en esa pérdida es donde la tristeza se hace fuerte y se convierte en certeza habitual dentro de nuestra vida.
Podría decirse que la tristeza de hoy es una construcción social, que nos hemos vuelto tristes porque el mundo nos obliga a ser fuertes e indestructibles. El hombre moderno —atado a dispositivos que le ordenan responder, producir y avanzar— ha dejado de lado el arte de la reflexión. Los días pasan con la velocidad de una máquina imparable, y el silencio, que antes era refugio, ahora parece una amenaza.
Sin embargo, también es posible que la tristeza sea parte de la esencia humana, como si naciéramos con un germen de melancolía que despierta al enfrentar la dureza de la vida. Los antiguos lo comprendieron al hablar de la bilis negra y del dolor existencial como aspectos propios del alma. Quizás no sea el mundo moderno el que nos hizo tristes, sino que esta época vertiginosa solo ha perfeccionado el modo de recordárnoslo.
El dilema sigue ahí: ¿somos tristes o nos hicieron tristes? Tal vez la respuesta esté en algún rincón de nuestra memoria colectiva, donde la añoranza de lo perdido se mezcla con la frustración de lo que nunca alcanzamos. Porque en el fondo, el ser humano busca lo imposible, y la tristeza es la sombra inevitable de esa búsqueda interminable. El mundo nos empuja a ser felices, a mostrarnos invulnerables, mientras nuestro espíritu —que todavía anhela la calma de una tarde tranquila y el olor de un campo abierto— pide un descanso que ya no se permite.
El mundo moderno, con sus luces deslumbrantes y su ruido constante, nos ha impuesto la tristeza como un precio silencioso. Y en medio de este caos de ansiedades, quizás lo único que nos salve sea aceptar que somos vulnerables y entender que la tristeza también es una parte legítima de nuestra historia y siempre formara parte de nuestra existencia.