La embriaguez lúcida

En un mundo lleno de estrés, que nunca se detiene para analizar su propia existencia, imagínese en ese mundo donde la ebriedad no fuera un estado transitorio, sino una geografía permanente, una patria propia a la que cualquiera pudiera exiliarse a voluntad. Un universo donde la calma líquida del alcohol no se disipara con la resaca, sino que fuera la esencia misma de la existencia, un estado permanente. ¿Por qué no habríamos de morar eternamente en ese limbo de sosiego, donde las aristas del mundo se tornan suaves y la conciencia, en lugar de estallar en ansiedades, se disuelve en una serena indiferencia y calma?

Vivimos en una era en que el estrés ha devenido en el gran arquitecto de nuestras enfermedades, el demiurgo insidioso que modela nuestras dolencias con manos invisibles. Si tal es el origen de nuestro malestar, ¿no sería lógico concebir una sustancia que nos sumiera en ese estado de apaciguamiento sin los efectos adversos del alcohol? Un elixir sin resaca ni embotamiento, una embriaguez lúcida que nos otorgara equilibrio sin nublarnos, que nos permitiera razonar sin la torpeza de la borrachera.

Y aún más: imagínese poder sustraer la afloración de recuerdos que el alcohol despierta, extirpar la amarga resurrección de los lamentos, suprimir esas memorias que emergen, inoportunas, desde los sótanos de la mente. Conservar únicamente la serenidad, la paz diáfana de la ebriedad, sin el peso de lo que fue ni la sombra de lo que pudo haber sido.

Bebo para encontrar la armonía, para silenciar la maquinaria implacable de los pensamientos, pero aborrezco la pesadez que viene después, el lento oscurecimiento de la razón. ¿Cuándo, me pregunto, descubrirán la fórmula que nos libre del desgaste sin sumirnos en la somnolencia? ¿Cuándo crearemos la droga definitiva, la que erradique el tormento sin cobrarnos el tributo del letargo?

Nos encaminamos a un mundo donde el tiempo se desmorona en una vorágine de exigencias incesantes. Vivimos cada vez más rápido y, paradójicamente, nos queda menos vida. Si la historia de la humanidad ha sido la búsqueda del placer sin sufrimiento, de la luz sin sombras, ¿no es inevitable que un día, en algún laboratorio perdido, nazca la pastilla mágica que nos conceda, al fin, el olvido perfecto?