En la vasta llanura del tiempo, donde la memoria se confabula en un interminable laberinto de instantes, Jorge Luis Borges nos legó la figura de Ireneo Funes, el joven que poseía la maldición —o la bendición— de recordar cada detalle del universo. En su relato, Funes declara: “Más recuerdos tengo yo solo, que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo”, y se maravilla ante la posibilidad de que “cada una de mis palabras, cada uno de mis gestos perdurará en su implacable memoria”. Estas dos frases, tan emblemáticas, nos invitan a reflexionar sobre el devenir de la memoria y su relación con la eternidad. Hoy, al contemplar la vasta red de la Internet, se nos revela un espejo contemporáneo de aquel Funes borgiano, un vasto archivo digital que no olvida, que almacena y perpetúa cada palabra, cada gesto, cada eco del ser humano.
La Internet, como Funes, es una memoria sin límites. Donde el joven memorioso contenía el peso de la vida en su mente, la red universal concentra los datos de la existencia humana. No es un mero instrumento; es una suerte de biblioteca infinita, una especie de Biblioteca de Babel moderna, en la que cada mensaje, cada fotografía, cada palabra escrita, se deposita en un archivo que desafía la temporalidad. Así como Funes afirmaba tener más recuerdos que todos los hombres juntos, la Internet alberga en sus servidores y en la nube digital un compendio casi inabarcable de experiencias, pensamientos y expresiones.
Esta omnipresencia de la memoria digital resulta paradójica: por un lado, se nos concede el privilegio de revivir instantes pasados con la misma inmediatez con que se inscribieron en la red; por otro, se plantea la inquietante idea de una memoria que, al ser inmutable, se niega a la liberación del olvido. Funes, en su condición, fue tanto bendición como maldición, un ser que, al no olvidar, se vio abrumado por la totalidad de su experiencia vital. De forma similar, la Internet, en su incesante acumulación de datos, preserva una historia que nunca se desvanece, una crónica perpetua de lo humano que a veces pesa sobre la conciencia colectiva.
La idea de que “cada una de mis palabras, cada uno de mis gestos perdurará en su implacable memoria” adquiere hoy una dimensión casi literal en el contexto digital. Las huellas de nuestro paso por el mundo quedan inalterables en los registros de la red, como inscripciones en la piedra de un templo virtual. La fugacidad de la palabra oral se enfrenta a la permanencia de la escritura digital, y en esa tensión se esconde el dilema del olvido y la memoria. Así, en el ciberespacio, se manifiesta una suerte de omnisciencia, un Funes colectivo que retiene sin piedad cada matiz de la experiencia humana.
La comparación es inevitable: mientras que Funes fue un recordador absoluto, un hombre que vivió en el extremo del recuerdo, la Internet se erige como una entidad omnisciente, un vasto cerebro digital que custodia el legado de nuestra existencia. Este nuevo paradigma de la memoria, sin embargo, no es exento de ambivalencia. La inmortalidad de la palabra escrita en la red puede, a la vez, servir de testigo fiel de la historia y de una trampa en la que lo olvidado se vuelve insoportable.
En definitiva, la Internet de hoy es el Funes de mañana, o quizá el Funes de siempre, esa presencia ineludible que, al almacenar la totalidad de nuestros gestos y palabras, nos obliga a repensar la relación entre el tiempo, la memoria y la identidad. Es un espejo digital en el que se reflejan las paradojas del olvido y la permanencia, una memoria inabarcable que, como la visión borgiana, nos invita a cuestionar la naturaleza misma del ser y del recuerdo.
Alex Rodríguez Guzmán
