¿Acaso no es una amarga ironía sentarse a escribir sin conocer el camino de las palabras? En el silencio de la noche, mientras las sombras se confabulan con la memoria, me inunda la duda: ¿he vivido lo suficiente como para permitir que las letras fluyan con la naturalidad de un río que retorna a su cauce? Quizás, en esta hora, no se trate de una aventura inédita, sino del reencuentro con los ecos de un pasado impregnado de nostalgias.
Estoy escuchando canciones de mi infancia, esos acordes que danzan entre los recovecos de los años, y sentí, de repente, el tenue peso de una melancolía que se dibuja en el borde de la existencia, como la tenue luz de un crepúsculo olvidado. Esas melodías, tan simples y a la vez tan infinitas, han marcado el devenir de mi ser: fueron bálsamo en instantes de partida o retorno, imbuyendo cada experiencia con la fragancia sutil de lo irrecuperable.
¿Quién puede negar que una canción, una melodía, tiene el poder de transformar instantes en eternidad? Es en ese preciso instante cuando el músico se alza, no solo como un creador de sonidos, sino como un alquimista que destila emociones, ganándose a legiones de seguidores en un universo donde la palabra escrita se ve opacada por la inefable magia del sonido. Cada instante de nuestra existencia se condensa en un recuerdo, perfumado por aquella melodía, ese aroma, ese rincón del mundo que nos habla de un tiempo ido y, sin embargo, tan presente en el latido del alma.
Entonces, ¿qué debemos hacer? Quizás, debemos rociar nuestra vida con el perfume de los recuerdos, envolverla en la sutil fragancia de la música y en la melancolía de los lugares que una vez habitamos. Fue en ese instante, al sonar aquella canción que acompañaba nuestro primer encuentro, que mi corazón, en un acto de revelación, despertó de un letargo olvidado y volvió a pronunciar, casi en un susurro, un “te amo” que parecía haber estado sellado en lo más profundo de mi ser.
Recientemente, un orzuelo en mi ojo se transformó en un chalazión; el oftalmólogo me habló de una glándula obstruida, destinada a ser extirpada. Tres semanas han pasado y mi ojo sigue teñido de un rojo que no es sino el reflejo de una emoción reprimida. Me pregunto si, en el silencio de mis días, he olvidado el acto ancestral de llorar; si acaso, en un mundo en el que los humanos fuimos diseñados para derramar lágrimas de vez en cuando, mis glándulas lagrimales se han atrofiado por el exceso de silencios. ¿Será que, al perder esa capacidad de llorar, mi alma se halla condenada a no sentir en la misma medida? O, peor aún, ¿acaso la iniquidad de un ojo que llora menos que el otro es símbolo de una injusticia cósmica, un recordatorio de que mi humanidad se divide en mitades desiguales?
En ese preciso instante, me sentí tan profundamente humano, tan irremediablemente frágil, al comprender que mi mente aún anhelaba avanzar, mientras mi cuerpo, rendido ante el sueño, titubeaba en su marcha. El miedo a la muerte, a no culminar lo que he comenzado, me envolvió con una fuerza arrolladora, y en un clamor desesperado, invoqué la ayuda de Dios, pidiendo, y volviendo a pedir, en un eco sin final.
Cada palabra, cada recuerdo y cada lágrima se entrelazan en este tapiz inacabable, donde la vida se hace poema y el dolor, a veces, es la musa que revela la verdad de nuestra existencia.